Por: Cesar Hildebrandt
Los peruanos hemos enfrentado algunas guerras en
nuestra historia republicana, y en la mayoría fuimos derrotados. Antes perdimos
porque el enemigo tenía mejores armas y mayor número de soldados. Pero esta vez
será distinto. Esta vez perderemos por los motivos más absurdos y vergonzosos.
Perderemos porque no aprovechamos una enorme
ventaja que tuvimos: el factor tiempo. Cuánto desearían los italianos y
españoles haber conocido la magnitud de esta epidemia con la misma anticipación
que nosotros. Aquí, gracias a la prensa y las redes sociales, supimos desde
enero que algo terrible estaba ocurriendo en China; pero pensamos que estaba
demasiado lejos como para que nos alcanzara. Creímos que sería como aquellas
epidemias que, de vez en cuando, se desatan en países africanos y nos confiamos
en que pronto la ciencia le hallaría solución.
Perderemos porque, cuando llegó a Europa,
mantuvimos la confianza en que aún seguía lejos y que tardaría mucho en llegar
aquí, a pesar de que todos los días cientos de peruanos van y vienen, y que
hacerlo les toma casi el mismo tiempo que viajar en bus de Chiclayo a Lima.
Además, nos confiamos en que, si llegaba al Perú, el gobierno nos avisaría
inmediatamente. Y así, recién a partir de entonces tendríamos cuidado.
Perderemos porque una vez anunciado el “caso cero”
–y cuando el presidente inicialmente recomendó evitar las reuniones masivas–
nosotros hasta hicimos colas para parrandear y lo justificamos desdeñosamente
diciendo que recién había un solo infectado en el Perú y que la enfermedad
mataba solo a los viejitos. Y ahora que el sistema de salud ha colapsado,
resulta que se formaron dos largas colas: una donde trasnochamos esperando por
una cama de hospital y otra donde pugnamos por comprar cajas de cerveza. Porque
ni frente a la más grande calamidad dejamos de lado nuestros vicios.
Perderemos porque no somos como los habitantes de
Vietnam, un país vecino de China y que tiene mucha más pobreza económica que el
Perú. Allá, el primer infectado se detectó casi dos meses antes que en el Perú;
ellos inmediatamente establecieron una cuarentena que funcionó en solo un mes,
con unos cuantos contagiados y ningún fallecido a causa del virus. ¿Y por qué
funcionó? Pues porque sus habitantes son responsables y disciplinados. No es
casualidad que fueran el único pueblo en el mundo que enfrentó una guerra
contra los Estados Unidos y la ganó.
Perderemos porque, cuando el gobierno peruano trató
de imitar el ejemplo de ese país, nosotros los ciudadanos no tuvimos la
capacidad para hacerlo. ¿Por qué? Pues porque somos indisciplinados,
desordenados, rebeldes, insolidarios, egoístas, oportunistas, y un largo
etcétera. Porque hace tiempo nuestros antepasados alcanzaron un nivel humano
denominado cultura Inca; sin embargo, ahora nosotros hemos degenerado hasta un
nivel llamado “cultura combi”. Somos reacios a acatar unas simples reglas de
prevención e higiene, pero somos efusivos para atacar al gobierno y culparlo
del desastre que nosotros mismos provocamos.
Perderemos porque no recapacitamos ni siquiera
cuando llegaron videos de Guayaquil, Ecuador, que mostraban a la gente
desesperada quemando cadáveres de sus parientes en las calles. Al verlos
dijimos: “¡Qué terrible!... Pero no hay problema porque Vizcarra ya cerró la
frontera”. Como si la muerte supiera de fronteras. Ahora vamos por ese mismo
camino y hacia el mismo escenario, sobre todo en Lambayeque, Loreto, Lima.
Entonces, ya es muy tarde, alguno de ellos será nuestro abuelo, nuestro padre,
nuestro hermano… o nuestro hijo.
Perderemos porque tenemos miedo de ser contagiados
por los muertos, por aquellos cadáveres que ya no respiran ni estornudan ni
tosen y, por ende, no expulsan micropartículas de saliva –esas que contienen el
virus–. Sin embargo, no tenemos miedo de interactuar con el vecino, con el bodeguero,
con el comerciante, con nuestros clientes. Mientras no estornuden, presumimos
que no llevan consigo el virus; y creemos que usar una mascarilla equivale a
llevar puesto un traje de bioseguridad.
Perderemos porque fuimos al colegio solo a calentar
carpeta; ello acarreó nuestra escasa cultura general. Cuando quisieron cavar
una fosa común en un descampado de nuestro distrito, nos opusimos enérgicamente
a ello argumentando que el virus saldría de los cadáveres, “caminaría” por el
subsuelo y brotaría hacia la superficie para infectarnos. ¡Caray! No sabemos
siquiera la diferencia entre un virus, una bacteria y una lombriz de tierra. Y
probablemente hasta sintamos temor de que los cuerpos despierten como zombis
por la noche y vengan hacia nuestras casas a atacarnos.
Perderemos porque creemos en las palabras de una
niña, por el simple hecho que ella aseguró haber “conversado” con Dios. En
cambio, no hacemos caso a las súplicas de nuestras autoridades, a pesar de que
sus recomendaciones provienen de la ciencia. Porque todavía en estos tiempos,
en vez de acudir a un médico, le confiamos nuestra salud a un brujo que nos
ofrece yerbas, o a un pastor de iglesia solo porque nos asegura que Dios le dio
poderes sanatorios.
Perderemos porque cuando fuimos al banco, donde se
formaba una cola y la gente aún guardaba cierta distancia, nosotros
aprovechamos el descuido de alguien para “zamparnos” en ella. Porque con
nuestra viveza y criollada generamos desorden y provocamos que se formaran los
peligrosos “trencitos”. Porque para nosotros comprar significa exigirle al
vendedor que nos atienda primero e implica apegarnos al mostrador para evitar
que otro se nos adelante.
Perderemos porque no somos empáticos. Porque un día
enfermamos, nos detectaron el virus y nos ordenaron no salir de casa. Pero, al
ver que nuestros síntomas eran mínimos, decidimos abrir nuestro puesto en el
mercado y le vendimos nuestros productos al prójimo, quienes de yapa se
llevaron el virus. Porque en nuestra farmacia multiplicamos hasta por cinco el
precio del alcohol, pese a que las fábricas lo siguen produciendo con
normalidad y casi al mismo precio de siempre.
Perderemos porque, una vez finalizada la
cuarentena, volveremos a nuestra rutina. Nuevamente abarrotaremos el micro, la
combi y el colectivo, con la mascarilla mal puesta y confiando en que el
cobrador y el resto de pasajeros estarán sanos. Por prevención, saludaremos y
despediremos a nuestros amigos chocando los codos; pero nos jugaremos con ellos
una pichanga sin importar que nuestros gases pulmonares se entremezclen dentro
de la cancha. Nos reuniremos a tomar unos tragos con ellos, obviamente cada
quien con su vaso; pero en una de esas, “sin querer queriendo”, nos
contagiaremos y llevaremos el virus a casa.
Perderemos porque, una vez que los restaurantes
implementen el sistema de ventas por delivery, confiaremos en que el
propietario será riguroso con su personal en la higiene y prevención del
Covid-19. Sí, ese mismo restaurante que suele tener como huéspedes a cucarachas
y ratas. Pero nosotros, al ver que su repartidor usa gorro, mascarilla y
guantes, confiaremos en que todo está bien con la comida que nos llevaremos a
la boca.
Perderemos porque pudimos haber ganado esta guerra
en menos de un mes. Nuestro aparato económico pudo haber resistido y todas las
actividades haberse reestablecido con una mínima recesión. Pero simple y
llanamente no quisimos. Preferimos ser los mismos de siempre; quizá hasta
peores que nunca. Ahora se nos viene una de las mayores crisis económicas y
sociales de la historia. Si antes del coronavirus ya abundaban la informalidad,
la violencia y la delincuencia, lo que sigue es más que desalentador.
Perderemos porque, así como en el fútbol, para
ganar una copa mundial no basta con mandar al campo once peloteros y pedirles
que imiten el sistema de juego de los últimos campeones. Para lograrlo es
necesario, además, contar con futbolistas de ese mismo nivel. Entonces, no se
trataba de imitar una medida de aislamiento que funcionó en otros países; era
necesario que nosotros actuemos como los ciudadanos vietnamitas, chinos,
coreanos o japoneses. Pero no tenemos ese nivel cultural; esta vez, como nunca
antes, nos hemos comportado como verdaderos peruanos.
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